lunes, 8 de diciembre de 2014

Textos realistas IV



Fragmento de Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós


     Juanito reconoció el número II en la puerta de una tienda de aves y huevos […] Portal y tienda eran una misma cosa en aquel edificio característico del Madrid primitivo. […] A la izquierda de la entrada vio el Delfín cajones llenos de huevos, acopio de aquel comercio. […] A la derecha, en la prolongación de aquella cuadra lóbrega, un sicario manchado de sangre daba garrote a las aves. Retorcía los pescuezos con esa presteza y donaire que da el hábito, y apenas soltaba una víctima y la entrega agonizante a las desplumadoras, cogía otra para hacerle la misma caricia. Jaulones enormes había por todas partes, llenos de pollos y gallos, los cuales asomaban la cabeza roja por entre las cañas, sedientos y fatigados, para respirar un poco de aire, y aun allí los infelices presos se dan de picotazos […].
      Habiendo apreciado este espectáculo poco grato, el olor de corral que allí había, y el ruido de alas, picotazos y cacareo de tanta víctima, Juanito la emprendió con los famosos peldaños de granito, negros ya y gastados. Efectivamente, parecía la subida a un castillo o prisión de Estado. El paramento era de fábrica cubierta de yeso y éste de rayas e inscripciones soeces o tontas. Por la parte más próxima a la calle, fuertes rejas de hierro completaban el aspecto feudal del edificio. Al pasar junto a la puerta de una de las habitaciones del entresuelo, Juanito la vio abierta y, lo que es natural, miró hacia dentro […]. Pensó no ver nada y vio algo que de pronto le impresionó, una mujer bonita, joven, alta… […] La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín, se in ó con él, quiero decir, que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural.
      Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse con confianzas con ella.
      —¿Vive aquí —le preguntó— el Sr. de Estupiñá?
      —¿D. Plácido?… en lo más último de arriba —contestó la joven, dando algunos pasos hacia fuera.
      Y Juanito […] advirtió que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir:
      —¿Qué come usted, criatura?
      —¿No lo ve usted? —replicó mostrándoselo—. Un huevo.
      —¡Un huevo crudo!
      Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se atizó otro sorbo.
      —No sé cómo puede usted comer esas babas crudas —dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar conversación.
      —Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? —replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón quedaba.   Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no: le repugnaban los huevos crudos.
      —No, gracias.





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