lunes, 8 de diciembre de 2014

Textos realistas V

Fragmento de Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós






Mire usted, doña Lupe —dijo Torquemada, haciendo una perfecta o con los dedos pulgar e índice y enseñándosela a su interlocutora.
Doña Lupe contempló la o con veneración y escuchó:
—Mire usted, señora: estos señoritos disolutos son buenos parroquianos, porque no reparan en el materialismo del premio y del plazo; pero al fin la dan, y la dan gorda. Hay que tener mucho ojo con ellos. Al principio, el embargo les asusta; pero como lleguen a perder el punto una vez, lo mismo les da fu que fa. Aunque usted les ponga en la publicidad de la Gaceta, se quedan tan frescos. Vea usted al marquesito de Casa-Bojio; le embargué el mes pasado; le vendí hasta la lámina en que tenía el árbol genealógico. Pues, finalmente, a los tres días me lo vi en un faetón, como si tal cosa, y pasó por junto a mí y las ruedas me salpicaron el barro de la calle... No es que me importe el materialismo del barro; lo digo para que se vea lo que son... ¿Pues creerá usted que encontró después quien le prestara? Ello fue al cuatro mensual; pero aun al cinco sería, como quien dice, el todo por el todo. Verdad que no molestan, y si a mano viene, cuando piden prórroga, por tenerle a uno contento le dan un destinillo para un sobrino, como hizo el chico de Pez con­migo...; pero el materialismo del destino no importa; a lo mejor la pegan y de canela fina, créame usted. Por eso, ya puede venir ahora a tocar a esta puerta, que le he de mandar a plantar cebollinos.
Al llegar aquí, Torquemada sacó su sebosa petaca. Como tenía tanta confianza, iba a echar un cigarro; ofreció a Maximiliano, y doña Lupe respondió bruscamente por él diciendo con desdén:
—Éste no fuma.
Las operaciones previas de la fumada duraban un buen rato, porque Torque­mada le variaba el papel al cigarrillo. Después encendió el fósforo raspándolo en el muslo.
—Como seguro —prosiguió—, aunque da mucho que hacer, el chico de la tienda de ropas hechas de José María Vallejo. Allí me tiene todos los primeros de mes, como un perro de presa... Mil duros me tiene allí, y no le cobro más que 26 todos los meses. ¿Que se atrasa? «Hijo, yo tengo un gran compromiso y no te puedo aguardar.» Cojo media docena de capas y me las llevo, y tan fresco... Y no lo hago por el materialismo de las capas, sino para que mire bien el plazo. Si no hay más remedio, señora. Es menester tratarlos así, porque no guardan consideración.
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—Y con esta fecha y con esta facha me voy —dijo levantándose y colgándose la capa, que se le caía del hombro izquierdo.
¿Tan pronto?
—Señora, que no he oído misa. Lo que le decía a usted; estaba vistiéndome para salir a oírla, cuando entró Joaquinito a darme la gran peripecia.
—¡Buena ha sido, buena! —exclamó doña Lupe, oprimiendo contra su seno la mano en que tenía los billetes, tan bien cogidos que no se veía el papel por entre los dedos.
—Quédate con Dios —dijo Torquemada a Maximiliano, que sólo contestó al saludo con un «ju ju» ...
Y salió al recibimiento, acompañado de doña Lupe. Maximiliano los sintió cu­chicheando en la puerta. Por fin se oyeron las botas chillonas del ex alabardero bajando la escalera, y doña Lupe reapareció en el gabinete. El júbilo que le causaba la cobranza de aquel dinero que creía perdido era tan grande, que sus ojos pardos le lucían como dos carbones encendidos, y su boca traía bosquejada una sonrisa. Desde que la vio entrar, conoció Maximiliano que su cólera se había aplacado. El guano, como decía Torquemada, no podía menos de dulcificarla; y llegándose a donde estaba el delincuente, que no se había movido de la butaca, le puso una mano en el hombro, empuñando fuertemente en la otra los billetes, y le dijo:
—No, no te sofoques..., no es para tomarlo así. Yo te digo estas cosas por tu bien...
—Yo, realmente —repuso Maximiliano con serenidad, que más le asombró a él mismo que a doña Lupe—, no me he sofocado... ; yo estoy tranquilo, porque mi conciencia ...
Aquí se volvió a embarullar. Doña Lupe no le dio tiempo a desenvolverse, porque se metió en la alcoba, cerrando las vidrieras. Desde el gabinete la sintió Maximiliano trasteando. Guardaba el dinero. Abriendo después la puerta, mas sin salir de la alcoba, la señora siguió hablando con su sobrino:
—Ya sabes lo que te he dicho. Hoy no me sales a la calle... y desde mañana empezarás a tomarte el aceite de hígado de bacalao, porque todo eso que te da no es más que debilidad del cerebro... Luego seguiremos con el fosfato, otra vez con el fosfato. No debiste dejar de tomarlo...
Maximiliano, como no tenía delante a su tía, se permitió una sonrisa burlona.
Miraba en aquel momento a su tío, el señor de Jáuregui, que le miraba también, a él, como es consiguiente. No pudo menos de observar que el digno esposo de su tía era horrendo; ni comprendía cómo doña Lupe no se moría de miedo cuando se quedaba sola, de noche, en compañía de semejante espantajo.
—Conque ya sabes —dijo al aparecer en la puerta, abrochándose su cuerpo de merino negro, pues se estaba disponiendo para salir—. Ya puedes ir a quitarte las botas. Estás preso.
Fuese el joven a su cuarto sin decir nada, y doña Lupe se quedó pensando en dócil que era. El rigor de su autoridad, que el muchacho acataba siempre con veneración, sería remedio eficaz y pronto del desorden de aquella cabeza. Bien lo decía ella: «En cuanto yo le doy cuatro gritos le pongo como una liebre. Trabajo les mando a esas lobas que me lo quieran trastornar.»
¡Papitos!... gritó la señora y al punto se oyeron las patadas de la chica en el pasillo como las de un caballo en el hipódromo.
Presentóse con una patata en la mano y el cuchillo en la otra.
—Mira —le dijo su ama con voz queda—. Ten cuidado de ver lo que hace el señorito Maxi mientras yo estoy fuera. A ver si escribe alguna carta o qué hace.
La mona se dio por enterada, y volvió a la cocina dando brincos.
«A ver —dijo la señora hablando consigo misma—, ¿se me olvidará algo?... ¡Ah!, el portamonedas. ¿Qué hay que traer?... Fideos, azúcar... y nada más. ¡Ah!, el aceite de hígado de bacalao; lo que es eso no se lo perdono. A cucharetazos es como se cura esto. Y ahora no habrá el realito de vellón por cada toma. Ya es un hom­bre; quiero decir, ya no es un chiquillo.»
Figúrese el lector cuál sería el asombro de doña Lupe la de los Pavos cuando vio entrar en la sala a su sobrino, no con zapatillas ni en tren de andar por casa, sino empaquetado para salir, con su capa de vueltas encarnadas, su chaquet azul y su honguito de color de café. Tan estupefacta y colérica estaba por la desobedien­cia del mancebo, que apenas pudo balbucir una protesta...
—Pero... , pero...
—Tía —dijo Maximiliano con la voz alterada y temblorosa—, no que..., no puedo obedecer a usted... Soy mayor de edad. He cumplido veinticinco años... Yo la respeto a usted; respéteme usted a mí.
Y sin esperar respuesta, dio media vuelta y salió de la casa a toda prisa, temiendo, sin duda, que su tía le agarrase por los faldones.
Bien claro explicaba él su conducta, chismorreando consigo mismo: «Yo no sé defenderme con palabras: yo no puedo hablar, y me aturullo y me turbo sólo de que mi tía me mire; pero me defenderé con hechos. Mis nervios me venden; pero mi voluntad podrá más que mis nervios, y lo que es la voluntad, bien firme la tengo ahora. Que se metan conmigo; que venga todo el género humano a impe­dirme esta resolución; yo no discutiré, yo no diré una palabra; pero a donde voy, voy, y al que se me ponga por delante, sea quien sea, le piso y sigo mi camino.»



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