lunes, 8 de diciembre de 2014

Textos realistas III

Fragmento de La Regenta de Leopoldo Alas "Clarín"




La carta de don Juan escondida en el libro devoto, leída con voz temblorosa primero, con terror supersticioso después, por doña Inés, mientras Brígida acercaba su bujía al papel; la proximidad casi sobrenatural de Tenorio, el espanto que sus hechizos supuestos producen en la novicia, que ya cree sentirlos, todo, todo lo que pasaba allí y lo que ella adivinaba, producía en Ana un efecto de magia poética, y le costaba trabajo contener las lágrimas que se agolpaban a los ojos.
¡Ay, sí! El amor era aquello: un filtro, una atmósfera de fuego, una locura mís­tica; huir de él era imposible; imposible gozar mayor ventura que saborearle con todos sus venenos. Ana se comparaba con la hija del Comendador; el caserón de los Ozores era su convento; su marido, la regla estrecha de hastío y frialdad en que ya había profesado ocho años hacía..., y don Juan..., ¡don Juan, aquel Mesía, que también se filtraba por las paredes, aparecía por milagro y llenaba el aire con su presencia!
Entre el acto tercero y el cuarto, don Álvaro vino al palco de los marqueses.
Ana, al darle la mano, tuvo miedo de que él se atreviera a apretarla un poco; pero no hubo tal; dio aquel tirón enérgico que él siempre daba, siguiendo la moda que en Madrid empezaba entonces; pero no apretó; se sentó a su lado, eso sí, y al poco rato hablaban aislados de la conversación general.
Don Víctor había salido a los pasillos a fumar y disputar con los pollastres vetustenses que despreciaban el romanticismo, y citaban a Dumas y a Sardou, repitiendo lo que habían oído en la corte.
Ana, sin dar tiempo a don Álvaro para buscar buena embocadura a la conver­sación, dejó caer sobre la prosaica imaginación del petimetre el chorro abundante de poesía que había bebido en el poema gallardo, fresco, exuberante de hermosura y color del maestro Zorrilla.
La pobre Regenta estuvo elocuente; se figuró que el jefe del partido liberal dinástico la entendía, que no era como aquellos vetustenses de cal y canto, que hasta se sonreían con lástima al oír tantos versos «bonitos, sonoros, pero sin miga», según aseguró don Frutos en el palco de la marquesa.
A Mesía le extrañó y hasta disgustó el entusiasmo de Ana. ¡Hablar del Don Juan Tenorio como si se tratase de un estreno! ¡Si el Don Juan de Zorrilla ya sólo servía para hacer parodias...! No fue posible tratar cosa de provecho, y el tenorio vetus­tense procuró ponerse en la cuerda de su amiga y hacerse el sentimental disimu­lando, como los hay en las comedias y en las novelas de Feuillet: mucho esprit que oculta un corazón de oro que se esconde por miedo a las espinas de la realidad..., esto era el colmo de la distinción, según lo entendía don Álvaro, y así procuró aquella noche presentarse a la Regenta, a quien «estaba visto que había que enamorar por todo lo alto».
Ana, que se dejaba devorar por los ojos grises del seductor y le enseñaba sin pestañear lo suyos, dulces y apasionados, no pudo en su exaltación notar el amane­ramiento, la falsedad del idealismo copiado de su interlocutor; apenas le oía, ha­blaba ella sin cesar, creía que lo que estaba diciendo él coincidía con las propias ideas; este espejismo del entusiasmo vidente, que suele aparecer en tales casos, fue lo que valió a don Alvaro aquella noche. También le sirvió mucho su hermosura varonil y noble, ayudada por la expresión de su pasioncilla en aquel momento irritada. Además, el rostro del buen mozo, sobre ser correcto, tenía una expresión espiritual y melancólica, que era puramente de apariencia; combinación de líneas y sombras, algo también las huellas de una vida malgastada en el vicio y el amor. Cuando comenzó el cuarto acto, Ana puso un dedo en la boca, y, sonriendo, a don Álvaro, le dijo:
—¡Ahora, silencio! Bastante hemos charlado; déjeme usted oír.
—Es que..., no sé... si debo despedirme.
—No..., no...,¿por qué? —respondió ella, arrepentida al instante de haberlo dicho.
—No sé si estorbaré, si habrá sitio...
—Sitio, sí, porque Quintanar está en la bolsa de ustedes...; mírele usted.
Era verdad; estaba disputando con don Frutos, que insistía en que el Don Juan Tenorio carecía de miga suficiente.
Don Álvaro permaneció junto a la Regenta.
Ella le dejaba ver el cuello vigoroso y mórbido, blanco y tentador, con su vello negro algo rizado, y el nacimiento provocador del moño, que subía por la nuca arriba con graciosa tensión y convergencia del cabello.
Dudaba don Álvaro si debía en aquella situación atreverse a acercarse un poco más de lo acostumbrado. Sentía en las rodillas el roce de la falda de Ana, más abajo adivinaba su pie, la tocaba a veces un instante. «Ella estaba aquella noche... en punto de caramelo» (frase simbólica en el pensamiento de Mesía), y, con todo, no se atrevió. No se acercó ni más ni menos; y eso que ya no tenía allí caballo que lo estorbase. «¡Pero la buena señora se había sublimizado tanto! Y como él, por no perderla de vista, y por agradarla, se había hecho el romántico también, el espiritual, el místico... ¡quién diablos iba ahora a arriesgar un ataque personal y pedestre...! Se había puesto aquello en una tessitura endemoniada. Y lo peor era que no había probabilidades de hacer entrar en mucho tiempo a la Regenta por el aro; ¿quién iba a decirle: «bájese usted, amiga mía, que todo esto es volar por los espacios ima­ginarios»? Por estas consideraciones, que le estaban dando vergüenza, que le pare­cían ridículas al cabo, don Álvaro resistió el vehemente deseo de pisar un pie a la Regenta o tocarle la pierna con sus rodillas.



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