miércoles, 10 de diciembre de 2014

Textos realistas VI

Fragmento de Fortunata y Jacinta de Galdós

Iba Jacinta tan pensativa, que la bulla de la calle de Toledo no la distrajo de atención que a su propio interior prestaba. Los puestos a medio armar en toda la acera desde los portales a San Isidro, las baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de Alcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos nichos de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban ante su vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. Recibía tan sólo la imagen borrosa de los objetos diversos que iban pasando, y lo así porque era como si ella estuviese parada y la pintoresca vía se corriese delante de ella como un telón. En aquel telón había racimos de dátiles colgados de una percha, puntillas blancas que caían de un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora; pelmazos de higos pasados en bloques; turrón en trozos como sillares, que parecían acabados de traer de una cantera, aceitunas en barriles rezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula, mostrando dos pajarillos amaestrados. Y luego, montones de oro, naranjas de seretas y hacinadas en el arroyo. El suelo, intransitable, ponía obstáculos sin fin, pilas de cantaros y vasijas ante los pies del gentío presuroso, y la vibración de los adoquines al paso de los carros parece haber bailar a personas y cacharros.  Hombres con sartas de pañuelos  de diferentes colores se ponían delante del transeúnte como si fueran a capearlo. Mujeres  chillonas taladraban el oído con pregones enfáticos acosando al público y poniéndole en la alternativa de comprar o morir. Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lo largo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos de puerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de aquellas rúbricas de trapo. De ellas colgaban, prendidas con alfileres, toquillas de los colores vivos y elementales que agradan a los salvajes. En algunos huecos brillaba el anaranjado, que chilla como los ejes sin grasa;  el bermellón nativo, que parece rasguñar los ojos;  el carmín, que tiene la acides del vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento; el verde de panza de lagarto, y ese amarillo tila que tiene cierto aire de poesía mezclado con la tisis, como en la Traviatta.Las bocas de las tiendas, abiertas entre tanto colgajo, dejaban ver el interior de ellas tan abigarrado como la parte externa; los horteras, de bruces sobre el mostrador, o vareando telas, o charlando. Algunos braceaban, como si nadasen en un mar de pañuelos. El sentimiento pintoresco de aquellos tenderos se revela en todo. Si hay una columna en la tienda la revisten de corsés encarnados, negros y blancos, y con los refajos hacen graciosas combinaciones decorativas.




lunes, 8 de diciembre de 2014

Textos realistas V

Fragmento de Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós






Mire usted, doña Lupe —dijo Torquemada, haciendo una perfecta o con los dedos pulgar e índice y enseñándosela a su interlocutora.
Doña Lupe contempló la o con veneración y escuchó:
—Mire usted, señora: estos señoritos disolutos son buenos parroquianos, porque no reparan en el materialismo del premio y del plazo; pero al fin la dan, y la dan gorda. Hay que tener mucho ojo con ellos. Al principio, el embargo les asusta; pero como lleguen a perder el punto una vez, lo mismo les da fu que fa. Aunque usted les ponga en la publicidad de la Gaceta, se quedan tan frescos. Vea usted al marquesito de Casa-Bojio; le embargué el mes pasado; le vendí hasta la lámina en que tenía el árbol genealógico. Pues, finalmente, a los tres días me lo vi en un faetón, como si tal cosa, y pasó por junto a mí y las ruedas me salpicaron el barro de la calle... No es que me importe el materialismo del barro; lo digo para que se vea lo que son... ¿Pues creerá usted que encontró después quien le prestara? Ello fue al cuatro mensual; pero aun al cinco sería, como quien dice, el todo por el todo. Verdad que no molestan, y si a mano viene, cuando piden prórroga, por tenerle a uno contento le dan un destinillo para un sobrino, como hizo el chico de Pez con­migo...; pero el materialismo del destino no importa; a lo mejor la pegan y de canela fina, créame usted. Por eso, ya puede venir ahora a tocar a esta puerta, que le he de mandar a plantar cebollinos.
Al llegar aquí, Torquemada sacó su sebosa petaca. Como tenía tanta confianza, iba a echar un cigarro; ofreció a Maximiliano, y doña Lupe respondió bruscamente por él diciendo con desdén:
—Éste no fuma.
Las operaciones previas de la fumada duraban un buen rato, porque Torque­mada le variaba el papel al cigarrillo. Después encendió el fósforo raspándolo en el muslo.
—Como seguro —prosiguió—, aunque da mucho que hacer, el chico de la tienda de ropas hechas de José María Vallejo. Allí me tiene todos los primeros de mes, como un perro de presa... Mil duros me tiene allí, y no le cobro más que 26 todos los meses. ¿Que se atrasa? «Hijo, yo tengo un gran compromiso y no te puedo aguardar.» Cojo media docena de capas y me las llevo, y tan fresco... Y no lo hago por el materialismo de las capas, sino para que mire bien el plazo. Si no hay más remedio, señora. Es menester tratarlos así, porque no guardan consideración.
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—Y con esta fecha y con esta facha me voy —dijo levantándose y colgándose la capa, que se le caía del hombro izquierdo.
¿Tan pronto?
—Señora, que no he oído misa. Lo que le decía a usted; estaba vistiéndome para salir a oírla, cuando entró Joaquinito a darme la gran peripecia.
—¡Buena ha sido, buena! —exclamó doña Lupe, oprimiendo contra su seno la mano en que tenía los billetes, tan bien cogidos que no se veía el papel por entre los dedos.
—Quédate con Dios —dijo Torquemada a Maximiliano, que sólo contestó al saludo con un «ju ju» ...
Y salió al recibimiento, acompañado de doña Lupe. Maximiliano los sintió cu­chicheando en la puerta. Por fin se oyeron las botas chillonas del ex alabardero bajando la escalera, y doña Lupe reapareció en el gabinete. El júbilo que le causaba la cobranza de aquel dinero que creía perdido era tan grande, que sus ojos pardos le lucían como dos carbones encendidos, y su boca traía bosquejada una sonrisa. Desde que la vio entrar, conoció Maximiliano que su cólera se había aplacado. El guano, como decía Torquemada, no podía menos de dulcificarla; y llegándose a donde estaba el delincuente, que no se había movido de la butaca, le puso una mano en el hombro, empuñando fuertemente en la otra los billetes, y le dijo:
—No, no te sofoques..., no es para tomarlo así. Yo te digo estas cosas por tu bien...
—Yo, realmente —repuso Maximiliano con serenidad, que más le asombró a él mismo que a doña Lupe—, no me he sofocado... ; yo estoy tranquilo, porque mi conciencia ...
Aquí se volvió a embarullar. Doña Lupe no le dio tiempo a desenvolverse, porque se metió en la alcoba, cerrando las vidrieras. Desde el gabinete la sintió Maximiliano trasteando. Guardaba el dinero. Abriendo después la puerta, mas sin salir de la alcoba, la señora siguió hablando con su sobrino:
—Ya sabes lo que te he dicho. Hoy no me sales a la calle... y desde mañana empezarás a tomarte el aceite de hígado de bacalao, porque todo eso que te da no es más que debilidad del cerebro... Luego seguiremos con el fosfato, otra vez con el fosfato. No debiste dejar de tomarlo...
Maximiliano, como no tenía delante a su tía, se permitió una sonrisa burlona.
Miraba en aquel momento a su tío, el señor de Jáuregui, que le miraba también, a él, como es consiguiente. No pudo menos de observar que el digno esposo de su tía era horrendo; ni comprendía cómo doña Lupe no se moría de miedo cuando se quedaba sola, de noche, en compañía de semejante espantajo.
—Conque ya sabes —dijo al aparecer en la puerta, abrochándose su cuerpo de merino negro, pues se estaba disponiendo para salir—. Ya puedes ir a quitarte las botas. Estás preso.
Fuese el joven a su cuarto sin decir nada, y doña Lupe se quedó pensando en dócil que era. El rigor de su autoridad, que el muchacho acataba siempre con veneración, sería remedio eficaz y pronto del desorden de aquella cabeza. Bien lo decía ella: «En cuanto yo le doy cuatro gritos le pongo como una liebre. Trabajo les mando a esas lobas que me lo quieran trastornar.»
¡Papitos!... gritó la señora y al punto se oyeron las patadas de la chica en el pasillo como las de un caballo en el hipódromo.
Presentóse con una patata en la mano y el cuchillo en la otra.
—Mira —le dijo su ama con voz queda—. Ten cuidado de ver lo que hace el señorito Maxi mientras yo estoy fuera. A ver si escribe alguna carta o qué hace.
La mona se dio por enterada, y volvió a la cocina dando brincos.
«A ver —dijo la señora hablando consigo misma—, ¿se me olvidará algo?... ¡Ah!, el portamonedas. ¿Qué hay que traer?... Fideos, azúcar... y nada más. ¡Ah!, el aceite de hígado de bacalao; lo que es eso no se lo perdono. A cucharetazos es como se cura esto. Y ahora no habrá el realito de vellón por cada toma. Ya es un hom­bre; quiero decir, ya no es un chiquillo.»
Figúrese el lector cuál sería el asombro de doña Lupe la de los Pavos cuando vio entrar en la sala a su sobrino, no con zapatillas ni en tren de andar por casa, sino empaquetado para salir, con su capa de vueltas encarnadas, su chaquet azul y su honguito de color de café. Tan estupefacta y colérica estaba por la desobedien­cia del mancebo, que apenas pudo balbucir una protesta...
—Pero... , pero...
—Tía —dijo Maximiliano con la voz alterada y temblorosa—, no que..., no puedo obedecer a usted... Soy mayor de edad. He cumplido veinticinco años... Yo la respeto a usted; respéteme usted a mí.
Y sin esperar respuesta, dio media vuelta y salió de la casa a toda prisa, temiendo, sin duda, que su tía le agarrase por los faldones.
Bien claro explicaba él su conducta, chismorreando consigo mismo: «Yo no sé defenderme con palabras: yo no puedo hablar, y me aturullo y me turbo sólo de que mi tía me mire; pero me defenderé con hechos. Mis nervios me venden; pero mi voluntad podrá más que mis nervios, y lo que es la voluntad, bien firme la tengo ahora. Que se metan conmigo; que venga todo el género humano a impe­dirme esta resolución; yo no discutiré, yo no diré una palabra; pero a donde voy, voy, y al que se me ponga por delante, sea quien sea, le piso y sigo mi camino.»




Textos realistas IV



Fragmento de Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós


     Juanito reconoció el número II en la puerta de una tienda de aves y huevos […] Portal y tienda eran una misma cosa en aquel edificio característico del Madrid primitivo. […] A la izquierda de la entrada vio el Delfín cajones llenos de huevos, acopio de aquel comercio. […] A la derecha, en la prolongación de aquella cuadra lóbrega, un sicario manchado de sangre daba garrote a las aves. Retorcía los pescuezos con esa presteza y donaire que da el hábito, y apenas soltaba una víctima y la entrega agonizante a las desplumadoras, cogía otra para hacerle la misma caricia. Jaulones enormes había por todas partes, llenos de pollos y gallos, los cuales asomaban la cabeza roja por entre las cañas, sedientos y fatigados, para respirar un poco de aire, y aun allí los infelices presos se dan de picotazos […].
      Habiendo apreciado este espectáculo poco grato, el olor de corral que allí había, y el ruido de alas, picotazos y cacareo de tanta víctima, Juanito la emprendió con los famosos peldaños de granito, negros ya y gastados. Efectivamente, parecía la subida a un castillo o prisión de Estado. El paramento era de fábrica cubierta de yeso y éste de rayas e inscripciones soeces o tontas. Por la parte más próxima a la calle, fuertes rejas de hierro completaban el aspecto feudal del edificio. Al pasar junto a la puerta de una de las habitaciones del entresuelo, Juanito la vio abierta y, lo que es natural, miró hacia dentro […]. Pensó no ver nada y vio algo que de pronto le impresionó, una mujer bonita, joven, alta… […] La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín, se in ó con él, quiero decir, que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural.
      Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse con confianzas con ella.
      —¿Vive aquí —le preguntó— el Sr. de Estupiñá?
      —¿D. Plácido?… en lo más último de arriba —contestó la joven, dando algunos pasos hacia fuera.
      Y Juanito […] advirtió que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir:
      —¿Qué come usted, criatura?
      —¿No lo ve usted? —replicó mostrándoselo—. Un huevo.
      —¡Un huevo crudo!
      Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se atizó otro sorbo.
      —No sé cómo puede usted comer esas babas crudas —dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar conversación.
      —Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? —replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón quedaba.   Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no: le repugnaban los huevos crudos.
      —No, gracias.






Textos realistas III

Fragmento de La Regenta de Leopoldo Alas "Clarín"




La carta de don Juan escondida en el libro devoto, leída con voz temblorosa primero, con terror supersticioso después, por doña Inés, mientras Brígida acercaba su bujía al papel; la proximidad casi sobrenatural de Tenorio, el espanto que sus hechizos supuestos producen en la novicia, que ya cree sentirlos, todo, todo lo que pasaba allí y lo que ella adivinaba, producía en Ana un efecto de magia poética, y le costaba trabajo contener las lágrimas que se agolpaban a los ojos.
¡Ay, sí! El amor era aquello: un filtro, una atmósfera de fuego, una locura mís­tica; huir de él era imposible; imposible gozar mayor ventura que saborearle con todos sus venenos. Ana se comparaba con la hija del Comendador; el caserón de los Ozores era su convento; su marido, la regla estrecha de hastío y frialdad en que ya había profesado ocho años hacía..., y don Juan..., ¡don Juan, aquel Mesía, que también se filtraba por las paredes, aparecía por milagro y llenaba el aire con su presencia!
Entre el acto tercero y el cuarto, don Álvaro vino al palco de los marqueses.
Ana, al darle la mano, tuvo miedo de que él se atreviera a apretarla un poco; pero no hubo tal; dio aquel tirón enérgico que él siempre daba, siguiendo la moda que en Madrid empezaba entonces; pero no apretó; se sentó a su lado, eso sí, y al poco rato hablaban aislados de la conversación general.
Don Víctor había salido a los pasillos a fumar y disputar con los pollastres vetustenses que despreciaban el romanticismo, y citaban a Dumas y a Sardou, repitiendo lo que habían oído en la corte.
Ana, sin dar tiempo a don Álvaro para buscar buena embocadura a la conver­sación, dejó caer sobre la prosaica imaginación del petimetre el chorro abundante de poesía que había bebido en el poema gallardo, fresco, exuberante de hermosura y color del maestro Zorrilla.
La pobre Regenta estuvo elocuente; se figuró que el jefe del partido liberal dinástico la entendía, que no era como aquellos vetustenses de cal y canto, que hasta se sonreían con lástima al oír tantos versos «bonitos, sonoros, pero sin miga», según aseguró don Frutos en el palco de la marquesa.
A Mesía le extrañó y hasta disgustó el entusiasmo de Ana. ¡Hablar del Don Juan Tenorio como si se tratase de un estreno! ¡Si el Don Juan de Zorrilla ya sólo servía para hacer parodias...! No fue posible tratar cosa de provecho, y el tenorio vetus­tense procuró ponerse en la cuerda de su amiga y hacerse el sentimental disimu­lando, como los hay en las comedias y en las novelas de Feuillet: mucho esprit que oculta un corazón de oro que se esconde por miedo a las espinas de la realidad..., esto era el colmo de la distinción, según lo entendía don Álvaro, y así procuró aquella noche presentarse a la Regenta, a quien «estaba visto que había que enamorar por todo lo alto».
Ana, que se dejaba devorar por los ojos grises del seductor y le enseñaba sin pestañear lo suyos, dulces y apasionados, no pudo en su exaltación notar el amane­ramiento, la falsedad del idealismo copiado de su interlocutor; apenas le oía, ha­blaba ella sin cesar, creía que lo que estaba diciendo él coincidía con las propias ideas; este espejismo del entusiasmo vidente, que suele aparecer en tales casos, fue lo que valió a don Alvaro aquella noche. También le sirvió mucho su hermosura varonil y noble, ayudada por la expresión de su pasioncilla en aquel momento irritada. Además, el rostro del buen mozo, sobre ser correcto, tenía una expresión espiritual y melancólica, que era puramente de apariencia; combinación de líneas y sombras, algo también las huellas de una vida malgastada en el vicio y el amor. Cuando comenzó el cuarto acto, Ana puso un dedo en la boca, y, sonriendo, a don Álvaro, le dijo:
—¡Ahora, silencio! Bastante hemos charlado; déjeme usted oír.
—Es que..., no sé... si debo despedirme.
—No..., no...,¿por qué? —respondió ella, arrepentida al instante de haberlo dicho.
—No sé si estorbaré, si habrá sitio...
—Sitio, sí, porque Quintanar está en la bolsa de ustedes...; mírele usted.
Era verdad; estaba disputando con don Frutos, que insistía en que el Don Juan Tenorio carecía de miga suficiente.
Don Álvaro permaneció junto a la Regenta.
Ella le dejaba ver el cuello vigoroso y mórbido, blanco y tentador, con su vello negro algo rizado, y el nacimiento provocador del moño, que subía por la nuca arriba con graciosa tensión y convergencia del cabello.
Dudaba don Álvaro si debía en aquella situación atreverse a acercarse un poco más de lo acostumbrado. Sentía en las rodillas el roce de la falda de Ana, más abajo adivinaba su pie, la tocaba a veces un instante. «Ella estaba aquella noche... en punto de caramelo» (frase simbólica en el pensamiento de Mesía), y, con todo, no se atrevió. No se acercó ni más ni menos; y eso que ya no tenía allí caballo que lo estorbase. «¡Pero la buena señora se había sublimizado tanto! Y como él, por no perderla de vista, y por agradarla, se había hecho el romántico también, el espiritual, el místico... ¡quién diablos iba ahora a arriesgar un ataque personal y pedestre...! Se había puesto aquello en una tessitura endemoniada. Y lo peor era que no había probabilidades de hacer entrar en mucho tiempo a la Regenta por el aro; ¿quién iba a decirle: «bájese usted, amiga mía, que todo esto es volar por los espacios ima­ginarios»? Por estas consideraciones, que le estaban dando vergüenza, que le pare­cían ridículas al cabo, don Álvaro resistió el vehemente deseo de pisar un pie a la Regenta o tocarle la pierna con sus rodillas.




Textos realistas II

Fragmento de La Regenta de Leopoldo Alas "Clarín"


Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer eran la puerta de la vejez a que ya estaba llamando... y no había gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablan todos, que son el asunto de comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena de vivir, había ella oído y leído muchas veces. Pero ¿qué amor? ¿dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre avergonzada y furiosa que su luna de miel había sido una excitación inútil, una alarma de los sentidos, un sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para qué ocultárselo a sí misma si a voces se lo estaba diciendo el recuerdo?: la primera noche, al despertar en su lecho de esposa, sintió junto a sí la respiración de un magistrado; le pareció un despropósito y una desfachatez que ya que estaba allí dentro el señor Quintanar, no estuviera con su levita larga de tricot y su pantalón negro de castor; recordaba que las delicias materiales, irremediables, la avergonzaban, y se reían de ella al mismo tiempo que la aturdían: el gozar sin querer junto a aquel hombre le sonaba como la frase del miércoles de ceniza, ¡quia pulvis es! eres polvo, eres materia... pero al mismo tiempo se aclaraba el sentido de todo aquello que había leído en sus mitologías, de lo que había oído a criados y pastores murmurar con malicia... ¡Lo que aquello era y lo que podía haber sido!... Y en aquel presidio de castidad no le quedaba ni el consuelo de ser tenida por mártir y heroína... Recordaba también las palabras de envidia, las miradas de curiosidad de doña Águeda (q. e. p. d.) en los primeros días del matrimonio; recordaba que ella, que jamás decía palabras irrespetuosas a sus tías, había tenido que esforzarse para no gritar: «¡Idiota!» al ver a su tía mirarla así. Y aquello continuaba, aquello se había sufrido en Granada, en Zaragoza, en Granada otra vez y luego en Valladolid. Y ni siquiera la compadecían. Nada de hijos. Don Víctor no era pesado, eso es verdad. Se había cansado pronto de hacer el galán y paulatinamente había pasado al papel de barba que le sentaba mejor. ¡Oh, y lo que es como un padre se había hecho querer, eso sí!; no podía ella acostarse sin un beso de su marido en la frente. Pero llegaba la primavera y ella misma, ella le buscaba los besos en la boca; le remordía la conciencia de no quererle como marido, de no desear sus caricias; y además tenía miedo a los sentidos excitados en vano.




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