Fragmento de Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Juanito reconoció el
número II en la puerta de una tienda de aves y huevos […] Portal y tienda eran
una misma cosa en aquel edificio característico del Madrid primitivo. […] A la
izquierda de la entrada vio el Delfín cajones llenos de huevos, acopio de aquel
comercio. […] A la derecha, en la prolongación de aquella cuadra lóbrega, un
sicario manchado de sangre daba garrote a las aves. Retorcía los pescuezos con
esa presteza y donaire que da el hábito, y apenas soltaba una víctima y la
entrega agonizante a las desplumadoras, cogía otra para hacerle la misma
caricia. Jaulones enormes había por todas partes, llenos de pollos y gallos,
los cuales asomaban la cabeza roja por entre las cañas, sedientos y fatigados,
para respirar un poco de aire, y aun allí los infelices presos se dan de
picotazos […].
Habiendo apreciado este
espectáculo poco grato, el olor de corral que allí había, y el ruido de alas,
picotazos y cacareo de tanta víctima, Juanito la emprendió con los famosos
peldaños de granito, negros ya y gastados. Efectivamente, parecía la subida a
un castillo o prisión de Estado. El paramento era de fábrica cubierta de yeso y
éste de rayas e inscripciones soeces o tontas. Por la parte más próxima a la
calle, fuertes rejas de hierro completaban el aspecto feudal del edificio. Al
pasar junto a la puerta de una de las habitaciones del entresuelo, Juanito la
vio abierta y, lo que es natural, miró hacia dentro […]. Pensó no ver nada y
vio algo que de pronto le impresionó, una mujer bonita, joven, alta… […] La
moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en
el momento de ver al Delfín, se in ó con él, quiero decir, que hizo ese
característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas
del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta
semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego
a su volumen natural.
Juanito no pecaba de
corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que
estaba, diéronle ganas de tomarse con confianzas con ella.
—¿Vive aquí —le
preguntó— el Sr. de Estupiñá?
—¿D. Plácido?… en lo
más último de arriba —contestó la joven, dando algunos pasos hacia fuera.
Y Juanito […] advirtió
que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la
llevaba a la boca. La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y
no pudo menos de decir:
—¿Qué come usted,
criatura?
—¿No lo ve usted?
—replicó mostrándoselo—. Un huevo.
—¡Un huevo crudo!
Con mucho donaire, la
muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se atizó otro
sorbo.
—No sé cómo puede usted
comer esas babas crudas —dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar
conversación.
—Mejor que guisadas.
¿Quiere usted? —replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón
quedaba. Por entre los dedos de la chica
se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes. Tuvo tentaciones
Juanito de aceptar la oferta; pero no: le repugnaban los huevos crudos.
—No, gracias.
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