La carta de don Juan escondida
en el libro devoto, leída con voz temblorosa primero, con terror supersticioso
después, por doña Inés, mientras Brígida acercaba su bujía al papel; la
proximidad casi sobrenatural de Tenorio, el espanto que sus hechizos supuestos
producen en la novicia, que ya cree sentirlos, todo, todo lo que pasaba allí y
lo que ella adivinaba, producía en Ana un efecto de magia poética, y le costaba
trabajo contener las lágrimas que se agolpaban a los ojos.
¡Ay, sí! El amor era aquello: un
filtro, una atmósfera de fuego, una locura mística; huir de él era imposible;
imposible gozar mayor ventura que saborearle con todos sus venenos. Ana se
comparaba con la hija del Comendador; el caserón de los Ozores era su convento;
su marido, la regla estrecha de hastío y frialdad en que ya había profesado
ocho años hacía..., y don Juan..., ¡don Juan, aquel Mesía, que también se
filtraba por las paredes, aparecía por milagro y llenaba el aire con su
presencia!
Entre el acto tercero y el
cuarto, don Álvaro vino al palco de los marqueses.
Ana, al darle la mano, tuvo
miedo de que él se atreviera a apretarla un poco; pero no hubo tal; dio aquel
tirón enérgico que él siempre daba, siguiendo la moda que en Madrid empezaba
entonces; pero no apretó; se sentó a su lado, eso sí, y al poco rato hablaban
aislados de la conversación general.
Don Víctor había salido a los
pasillos a fumar y disputar con los pollastres vetustenses que despreciaban el
romanticismo, y citaban a Dumas y a Sardou, repitiendo lo que habían oído en la
corte.
Ana, sin dar tiempo a don Álvaro
para buscar buena embocadura a la conversación, dejó caer sobre la prosaica
imaginación del petimetre el chorro abundante de poesía que había bebido en el
poema gallardo, fresco, exuberante de hermosura y color del maestro Zorrilla.
La pobre Regenta estuvo elocuente; se figuró que el jefe
del partido liberal dinástico la entendía, que no era como aquellos vetustenses
de cal y canto, que hasta se sonreían con lástima al oír tantos versos
«bonitos, sonoros, pero sin miga», según aseguró don Frutos en el palco de la
marquesa.
A Mesía le extrañó y hasta
disgustó el entusiasmo de Ana. ¡Hablar del Don
Juan Tenorio como si se tratase de un estreno! ¡Si el Don Juan de Zorrilla ya sólo servía para hacer parodias...! No fue
posible tratar cosa de provecho, y el tenorio vetustense procuró ponerse en la
cuerda de su amiga y hacerse el sentimental disimulando, como los hay en las
comedias y en las novelas de Feuillet: mucho esprit que oculta un corazón de oro que se esconde por miedo a las
espinas de la realidad..., esto era el colmo de la distinción, según lo entendía don Álvaro, y así procuró aquella
noche presentarse a la Regenta, a
quien «estaba visto que había que enamorar por todo lo alto».
Ana, que se dejaba devorar por
los ojos grises del seductor y le enseñaba sin pestañear lo suyos, dulces y
apasionados, no pudo en su exaltación notar el amaneramiento, la falsedad del
idealismo copiado de su interlocutor; apenas le oía, hablaba ella sin cesar,
creía que lo que estaba diciendo él coincidía con las propias ideas; este
espejismo del entusiasmo vidente, que suele aparecer en tales casos, fue lo que
valió a don Alvaro aquella noche. También le sirvió mucho su hermosura varonil
y noble, ayudada por la expresión de su pasioncilla en aquel momento irritada.
Además, el rostro del buen mozo, sobre ser correcto, tenía una expresión
espiritual y melancólica, que era puramente de apariencia; combinación de
líneas y sombras, algo también las huellas de una vida malgastada en el vicio y
el amor. Cuando comenzó el cuarto acto, Ana puso un dedo en la boca, y,
sonriendo, a don Álvaro, le dijo:
—¡Ahora, silencio! Bastante
hemos charlado; déjeme usted oír.
—Es que..., no sé... si debo
despedirme.
—No..., no...,¿por qué?
—respondió ella, arrepentida al instante de haberlo dicho.
—No sé si estorbaré, si habrá
sitio...
—Sitio, sí, porque Quintanar
está en la bolsa de ustedes...; mírele usted.
Era verdad; estaba disputando
con don Frutos, que insistía en que el Don
Juan Tenorio carecía de miga suficiente.
Don Álvaro permaneció junto a la
Regenta.
Ella le dejaba ver el cuello
vigoroso y mórbido, blanco y tentador, con su vello negro algo rizado, y el
nacimiento provocador del moño, que subía por la nuca arriba con graciosa
tensión y convergencia del cabello.
Dudaba don Álvaro si debía en aquella
situación atreverse a acercarse un poco más de lo acostumbrado. Sentía en las
rodillas el roce de la falda de Ana, más abajo adivinaba su pie, la tocaba a
veces un instante. «Ella estaba aquella noche... en punto de caramelo» (frase simbólica en el pensamiento de Mesía),
y, con todo, no se atrevió. No se acercó ni más ni menos; y eso que ya no tenía
allí caballo que lo estorbase. «¡Pero la buena señora se había sublimizado tanto! Y como él, por no
perderla de vista, y por agradarla, se había hecho el romántico también, el espiritual, el místico... ¡quién diablos iba ahora a arriesgar un ataque personal y pedestre...! Se había puesto
aquello en una tessitura endemoniada.
Y lo peor era que no había probabilidades de hacer entrar en mucho tiempo a la
Regenta por el aro; ¿quién iba a
decirle: «bájese usted, amiga mía, que todo esto es volar por los espacios imaginarios»? Por estas
consideraciones, que le estaban dando vergüenza, que le parecían ridículas al
cabo, don Álvaro resistió el vehemente deseo de pisar un pie a la Regenta o tocarle la pierna con sus rodillas.
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