—Mire
usted, doña Lupe —dijo Torquemada, haciendo una perfecta o con los dedos pulgar e índice y enseñándosela a su interlocutora.
Doña Lupe contempló la o con veneración y escuchó:
—Mire usted, señora: estos
señoritos disolutos son buenos parroquianos, porque no reparan en el
materialismo del premio y del plazo; pero al fin la dan, y la dan gorda. Hay
que tener mucho ojo con ellos. Al principio, el embargo les asusta; pero como
lleguen a perder el punto una vez, lo mismo les da fu que fa. Aunque usted
les ponga en la publicidad de la Gaceta, se
quedan tan frescos. Vea usted al marquesito de Casa-Bojio; le embargué el mes
pasado; le vendí hasta la lámina en que tenía el árbol genealógico. Pues,
finalmente, a los tres días me lo vi en un faetón, como si tal cosa, y pasó por
junto a mí y las ruedas me salpicaron el barro de la calle... No es que me
importe el materialismo del barro; lo digo para que se vea lo que son... ¿Pues
creerá usted que encontró después quien le prestara? Ello fue al cuatro
mensual; pero aun al cinco sería, como quien dice, el todo por el todo. Verdad
que no molestan, y si a mano viene, cuando piden prórroga, por tenerle a uno
contento le dan un destinillo para un sobrino, como hizo el chico de Pez conmigo...;
pero el materialismo del destino no importa; a lo mejor la pegan y de canela
fina, créame usted. Por eso, ya puede venir ahora a tocar a esta puerta, que le
he de mandar a plantar cebollinos.
Al llegar aquí, Torquemada sacó
su sebosa petaca. Como tenía tanta confianza, iba a echar un cigarro; ofreció a
Maximiliano, y doña Lupe respondió bruscamente por él diciendo con desdén:
—Éste no fuma.
Las operaciones previas de la
fumada duraban un buen rato, porque Torquemada le variaba el papel al
cigarrillo. Después encendió el fósforo raspándolo en el muslo.
—Como seguro —prosiguió—, aunque
da mucho que hacer, el chico de la
tienda de ropas hechas de José María Vallejo. Allí me tiene todos los primeros
de mes, como un perro de presa... Mil duros me tiene allí, y no le cobro más
que 26 todos los meses. ¿Que se atrasa? «Hijo, yo tengo un gran compromiso y no
te puedo aguardar.» Cojo media docena de capas y me las llevo, y tan fresco...
Y no lo hago por el materialismo de las capas, sino para que mire bien el
plazo. Si no hay más remedio, señora. Es menester tratarlos así, porque no
guardan consideración.
…………………………………………………………………………………………….
—Y con esta fecha y con esta
facha me voy —dijo levantándose y colgándose la capa, que se le caía del hombro
izquierdo.
—¿Tan
pronto?
—Señora, que no he oído misa. Lo
que le decía a usted; estaba vistiéndome para salir a oírla, cuando entró
Joaquinito a darme la gran peripecia.
—¡Buena ha sido, buena! —exclamó
doña Lupe, oprimiendo contra su seno la mano en que tenía los billetes, tan
bien cogidos que no se veía el papel por entre los dedos.
—Quédate con Dios —dijo Torquemada
a Maximiliano, que sólo contestó al saludo con un «ju ju» ...
Y salió al recibimiento,
acompañado de doña Lupe. Maximiliano los sintió cuchicheando en la puerta. Por
fin se oyeron las botas chillonas del ex alabardero bajando la escalera, y doña
Lupe reapareció en el gabinete. El júbilo que le causaba la cobranza de aquel
dinero que creía perdido era tan grande, que sus ojos pardos le lucían como dos
carbones encendidos, y su boca traía bosquejada una sonrisa. Desde que la vio
entrar, conoció Maximiliano que su cólera se había aplacado. El guano, como decía Torquemada, no podía
menos de dulcificarla; y llegándose a donde estaba el delincuente, que no se
había movido de la butaca, le puso una mano en el hombro, empuñando fuertemente
en la otra los billetes, y le dijo:
—No, no te sofoques..., no es
para tomarlo así. Yo te digo estas cosas por tu bien...
—Yo, realmente —repuso
Maximiliano con serenidad, que más le asombró a él mismo que a doña Lupe—, no
me he sofocado... ; yo estoy tranquilo, porque mi conciencia ...
Aquí se volvió a embarullar.
Doña Lupe no le dio tiempo a desenvolverse, porque se metió en la alcoba,
cerrando las vidrieras. Desde el gabinete la sintió Maximiliano trasteando.
Guardaba el dinero. Abriendo después la puerta, mas sin salir de la alcoba, la
señora siguió hablando con su sobrino:
—Ya sabes lo que te he dicho.
Hoy no me sales a la calle... y desde mañana empezarás a tomarte el aceite de
hígado de bacalao, porque todo eso que te da no es más que debilidad del
cerebro... Luego seguiremos con el fosfato, otra vez con el fosfato. No debiste
dejar de tomarlo...
Maximiliano, como no tenía
delante a su tía, se permitió una sonrisa burlona.
Miraba en aquel momento a su
tío, el señor de Jáuregui, que le miraba también, a él, como es consiguiente.
No pudo menos de observar que el digno esposo de su tía era horrendo; ni
comprendía cómo doña Lupe no se moría de miedo cuando se quedaba sola, de
noche, en compañía de semejante espantajo.
—Conque ya sabes —dijo al
aparecer en la puerta, abrochándose su cuerpo de merino negro, pues se estaba
disponiendo para salir—. Ya puedes ir a quitarte las botas. Estás preso.
Fuese el joven a su cuarto sin
decir nada, y doña Lupe se quedó pensando en dócil que era. El rigor de su
autoridad, que el muchacho acataba siempre con veneración, sería remedio eficaz
y pronto del desorden de aquella cabeza. Bien lo decía ella: «En cuanto yo le
doy cuatro gritos le pongo como una liebre. Trabajo les mando a esas lobas que
me lo quieran trastornar.»
—¡Papitos!...
—gritó la señora y al punto se oyeron las patadas de la chica
en el pasillo como las de un caballo en el hipódromo.
Presentóse con una patata en la
mano y el cuchillo en la otra.
—Mira —le dijo su ama con voz
queda—. Ten cuidado de ver lo que hace el señorito Maxi mientras yo estoy
fuera. A ver si escribe alguna carta o qué hace.
La mona se dio por enterada, y
volvió a la cocina dando brincos.
«A ver —dijo la señora hablando
consigo misma—, ¿se me olvidará algo?... ¡Ah!, el portamonedas. ¿Qué hay que
traer?... Fideos, azúcar... y nada más. ¡Ah!, el aceite de hígado de bacalao;
lo que es eso no se lo perdono. A cucharetazos es como se cura esto. Y ahora no
habrá el realito de vellón por cada toma. Ya es un hombre; quiero decir, ya no
es un chiquillo.»
Figúrese el lector cuál sería el
asombro de doña Lupe la de los Pavos cuando
vio entrar en la sala a su sobrino, no con zapatillas ni en tren de andar por
casa, sino empaquetado para salir, con su capa de vueltas encarnadas, su chaquet azul y su honguito de color de
café. Tan estupefacta y colérica estaba por la desobediencia del mancebo, que
apenas pudo balbucir una protesta...
—Pero... , pero...
—Tía —dijo Maximiliano con la
voz alterada y temblorosa—, no que..., no puedo obedecer a usted... Soy mayor
de edad. He cumplido veinticinco años... Yo la respeto a usted; respéteme usted
a mí.
Y sin esperar respuesta, dio
media vuelta y salió de la casa a toda prisa, temiendo, sin duda, que su tía le
agarrase por los faldones.
Bien claro explicaba él su conducta,
chismorreando consigo mismo: «Yo no sé defenderme con palabras: yo no puedo
hablar, y me aturullo y me turbo sólo de que mi tía me mire; pero me defenderé
con hechos. Mis nervios me venden; pero mi voluntad podrá más que mis nervios,
y lo que es la voluntad, bien firme la tengo ahora. Que se metan conmigo; que
venga todo el género humano a impedirme esta resolución; yo no discutiré, yo
no diré una palabra; pero a donde voy, voy, y al que se me ponga por delante,
sea quien sea, le piso y sigo mi camino.»
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